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Imagen: ClikiSalud
Extracto del libro "¡Mi cabeza no para!", de Pablo Resnik, publicado el año 2018.
Por: Pablo Resnik.
Llamamos así a un estado de gran ansiedad caracterizado por el fluir casi permanente de pensamientos negativos y estrategias defensivas relacionados con situaciones futuras potencialmente conflictivas o de riesgo. La preocupación prácticamente se adueña de nuestro pensamiento y de nuestro ánimo, pero aun así no nos damos cuenta de que la intensidad, la duración y el desgaste que nos produce resultan desproporcionados con relación a la potencial importancia del evento temido y al grado de probabilidad objetiva de que en verdad ocurra. Tal estado de agobio, damos fe, suele dispersarse por circunstancias menores y cotidianas como entrevistas de rutina con el médico, exámenes en el colegio o facultad o desperfectos en la casa. También recrudece cuando tenemos que concurrir a una fiesta con demasiada gente, cuando le hemos visto mala cara a nuestro jefe o cuando nos vemos obligados a variar un plan prestablecido. todos estos sucesos, más o menos naturales en la vida del común de la gente, adquieren para nosotros un peso específico desmesurado y fuera de proporción con la probabilidad de que en verdad llegara a ocurrir el mal desenlace temido.
En otras ocasiones la inquietud se vincula a situaciones de mayor peso, por ejemplo, problemas de salud, inestabilidad laboral o enfermedad de un ser querido. Aun en estos casos la preocupación resulta inadecuada. Exageramos no solo la probabilidad de que se materialicen las dificultades temidas sino también la potencial virulencia de un mal desenlace.
Como si todo lo anterior fuera poco, una característica distintica de quienes padecemos este tipo de inquietudes es que consideramos pertinente nuestro estado de preocupación, aun tomando en cuenta las intensidades que detenta. Nos parece acorde al riesgo percibido. Es más, nos sorprende que los demás no se tomen las cosas del mismo modo. ¿Cómo pueden ser tan irresponsables, imprudentes y poco comprometidos? aun cuando lo justificamos, nos damos cuenta de que el circuito imparable de pensamientos negativos que nos gobierna no es gratuito. Sucede que otra característica de la preocupación excesiva es su carácter fuertemente intrusivo. ¿Qué queremos decir con esto? Que no encontramos la manera de moderarla, de ponerle freno. Si bien no es una preocupación de la cual tengamos intención de deshacernos (ya que consideramos que ahí existe un problema digno de tal estado de atención), a veces nos gustaría descansar un rato. Es entonces cuando se hace más patente que las ideas o pensamientos automáticos nos asaltan a nuestro pesar, casi de manera autónoma, que nos toman por asalto y no se van, que no nos permiten relajarnos un poco, olvidarlas por un rato. No, de ningún modo, apenas nos distraemos se presentan y nos sumergen otra vez en esa maquinaria alimentada por dudas, anticipación, dramatización y zozobra, combustibles lamentablemente no perecederos. Pero bueno, por lo menos en ese sentido la preocupación excesiva es ecológica. Si funcionara a base de electricidad, gas o nafta, provocaríamos, entre todos, un colapso energético planetario. Pero no, funciona con nuestra vitalidad, o con lo que nos va quedando de ella. El colapso no lo sufren nuestras altruistas corporaciones transnacionales de suministro de gas y electricidad, lo sufrimos nosotros. Deberíamos conectarnos a energía solar, al menos. Porque la preocupación excesiva no para, nos agota, se vuelve casi obsesiva y adherente, se dueña de buena parte de nuestra actividad mental. ¡Y aun así no dejamos de considerarla justificada! Nos damos cuenta con todo: nos hace mal, ya hace rato que no dormimos como se debe, nos volvimos irritables. El problema es que la creemos necesaria. Nuestra preocupación y el malestar psíquico y físico que nos desencadena se corresponde, en calidad e intensidad, según nuestro buen juicio y comprensión, con los problemas sobre los cuales se centra. Estamos convencidos de su razonabilidad, de su concordancia con la amenaza supuesta o con la gravedad del problema existente. Ese acuerdo sin condiciones entre nosotros y nuestra preocupación deberá ser puesto en cuestión si pretendemos vivir un poco más tranquilos.
Sin embargo, no perdemos de vista que el asunto es por demás peliagudo: ¿Cómo convencernos de que nos preocupamos en exceso? ¿Quién nos puede ayudar a comprender que nuestros temores no provienen de la peligrosidad de la circunstancia en sí, sino de nuestras propias inseguridades para afrontar los conflictos, las situaciones de incertidumbre, lo imprevisible del devenir? ¿Cómo persuadirnos de que, aun bajo nuestro hipotético control, no todo lo posible, lo potencialmente existente, presenta probabilidad cierta de ocurrir?
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